6:10 a.m. Abro los ojos y tiento a mi alrededor buscando el celular... ¡Puta madre! ¡Son las seis! Acto seguido, salgo de mi cama de un sólo salto; un pantalón... agarro el primero que encuentro y mientras me lo pongo comienzo a pensar en qué playera utilizaré.
Una mirada en el espejo del baño... de menos no me despeino por completo... un poco de cera y listo. Tomo un cinturón, los tenis, la playera, un brazalete, la esclava de siempre, el collar, la kufiya y bajo corriendo las escaleras.
Agarro una mochila y recorro desde el estudio, hasta la cocina; libros, cuadernos, diccionarios... ¡Mi botella de agua! ¡Una manzana! Y mientras tanto bebo una taza de café y en un vaso desechable sirvo cereal y leche... una cuchara del cajón y cuando ya está todo en su lugar, salgo corriendo.
La calle está helada, me pongo mi chamarra y camino las dos cuadras que a esas horas son eternas... Repaso mentalmente que no he olvidado nada: llaves, cartera, celular, cigarros, encendedor, dinero, agenda, mi clip enorme, una pluma, audífonos...
Llego a la avenida y espero. ¿Tacubaya? no, ya está hasta su madre de tránsito... ¡Observatorio! Pero no pasa el pinche camión. Me conecto a uno de esos aparatos maravillosos que te desconectan del mundo y te aislan en cualquier situación (el metro, el vuelo, el camión... así nadie te molesta, bueno, sí; gente obstinada como yo que pregunta a las personas que traen audífonos).
Subo al camión y me recrimino por no traer cambio... Pinches cabrones, siempre se cobran lo que quieren pienso mientras echo el cambio a la cartera. Una canción, dos canciones... repito la misma... así pasa más lento el transcurrir de los segundos. Llego al metro y paso a comprar el periódico... Ya me reconoce el chavo del puesto de periódicos, quien me extiende el Milenio a lo que le devuelvo una moneda y sigo caminando a paso más apresurado que todo el mundo.
La fila es larga en la taquilla y yo tengo mucha prisa. Recuerdo que mi tarjeta todavía tiene saldo por lo que no hago fila. ¿Y el convoy? ¿Por qué no llega? Avanzan los minutos produciéndome una angustia tremenda. Pinche vieja, me va a reprobar por faltas... Llega la corrida del metro... una estación... trasbordo... cinco estaciones... transbordo... dos estaciones más...
Camino aún más a prisa por el andén del paradero, pero la gente parece no tener que llegar a algún lado. Me regalan un periódico que no leo porque avanzo rápido esquivando a todos esos entes que una de dos, se levantaron temprano y van holgados de tiempo, o que simplemente son ajenos al mundo social pero cohabitan el mundo físico.
Me trepo literalmente al camión directo. No me atrevo a ver la hora que marca mi celular... Veo cómo dejamos atrás el paradero... el estúpido río de aguas negras que veo cada mañana que no sé porqué no han entubado... el puente del imss que sólo conocía de un recuerdo bizarro de la infancia hasta que entré a la universidad... lo que fue Divertido... los bares que nos han visto chelear a cada semana...
Bajo como si me fueran matar y casi corro por la entrada... doblo a la izquierda en el primer pasillo... a la izquierda de nuevo en el edificio de talleres... corro por las escaleras... Entonces, es inevitable ver la hora...
¡Puta madre, por diez minutos! Contemplo la puerta del taller, detrás de la cual mi profesora dicta una clase que no es precisamente doctoral, que no es nada del otro mundo, que es eso... solamente una clase.
Una mirada en el espejo del baño... de menos no me despeino por completo... un poco de cera y listo. Tomo un cinturón, los tenis, la playera, un brazalete, la esclava de siempre, el collar, la kufiya y bajo corriendo las escaleras.
Agarro una mochila y recorro desde el estudio, hasta la cocina; libros, cuadernos, diccionarios... ¡Mi botella de agua! ¡Una manzana! Y mientras tanto bebo una taza de café y en un vaso desechable sirvo cereal y leche... una cuchara del cajón y cuando ya está todo en su lugar, salgo corriendo.
La calle está helada, me pongo mi chamarra y camino las dos cuadras que a esas horas son eternas... Repaso mentalmente que no he olvidado nada: llaves, cartera, celular, cigarros, encendedor, dinero, agenda, mi clip enorme, una pluma, audífonos...
Llego a la avenida y espero. ¿Tacubaya? no, ya está hasta su madre de tránsito... ¡Observatorio! Pero no pasa el pinche camión. Me conecto a uno de esos aparatos maravillosos que te desconectan del mundo y te aislan en cualquier situación (el metro, el vuelo, el camión... así nadie te molesta, bueno, sí; gente obstinada como yo que pregunta a las personas que traen audífonos).
Subo al camión y me recrimino por no traer cambio... Pinches cabrones, siempre se cobran lo que quieren pienso mientras echo el cambio a la cartera. Una canción, dos canciones... repito la misma... así pasa más lento el transcurrir de los segundos. Llego al metro y paso a comprar el periódico... Ya me reconoce el chavo del puesto de periódicos, quien me extiende el Milenio a lo que le devuelvo una moneda y sigo caminando a paso más apresurado que todo el mundo.
La fila es larga en la taquilla y yo tengo mucha prisa. Recuerdo que mi tarjeta todavía tiene saldo por lo que no hago fila. ¿Y el convoy? ¿Por qué no llega? Avanzan los minutos produciéndome una angustia tremenda. Pinche vieja, me va a reprobar por faltas... Llega la corrida del metro... una estación... trasbordo... cinco estaciones... transbordo... dos estaciones más...
Camino aún más a prisa por el andén del paradero, pero la gente parece no tener que llegar a algún lado. Me regalan un periódico que no leo porque avanzo rápido esquivando a todos esos entes que una de dos, se levantaron temprano y van holgados de tiempo, o que simplemente son ajenos al mundo social pero cohabitan el mundo físico.
Me trepo literalmente al camión directo. No me atrevo a ver la hora que marca mi celular... Veo cómo dejamos atrás el paradero... el estúpido río de aguas negras que veo cada mañana que no sé porqué no han entubado... el puente del imss que sólo conocía de un recuerdo bizarro de la infancia hasta que entré a la universidad... lo que fue Divertido... los bares que nos han visto chelear a cada semana...
Bajo como si me fueran matar y casi corro por la entrada... doblo a la izquierda en el primer pasillo... a la izquierda de nuevo en el edificio de talleres... corro por las escaleras... Entonces, es inevitable ver la hora...
¡Puta madre, por diez minutos! Contemplo la puerta del taller, detrás de la cual mi profesora dicta una clase que no es precisamente doctoral, que no es nada del otro mundo, que es eso... solamente una clase.
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